
Era una noche tranquila. De las calles de la ciudad, sólo llegaba el crujido ocasional de un carruaje que pasaba y el murmullo de los últimos noctámbulos que regresaban a sus casas. En algún lugar lejano ladraba un perro. Más cerca, quizás a tres o cuatro casas de distancia, un enamorado hacía sonar su guitarra y entonaba una vieja tonada andaluza a modo de serenata para su dama. La música era confusa, la voz baja y profunda, enriquecida por una ahogada melancolía. La luz de la luna brillaba en el patio cerrado, filtrándose a través de las ramas del jacarandá y formando profundos charcos de sombra bajo los naranjos de hojas lustrosas. Atrapaba el agua arrojada por la fuente de piedra y convertía las gotas salpicadas en piedras lunares líquidas. Trazaba el complejo dibujo de las baldosas moriscas del piso y empalidecía el color rosado de los geranios en macetas adheridas a las paredes. Bajo su luz, el cabello color de miel de Pilar adquiría tonos dorados; sus pómulos se cubrían de un brillo perlado y sus cálidos ojos marrón-chocolate revelaban profundidades más que misteriosas...
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