La echo de menos.
No pasa un solo día que no añore sus consejos, sobre todo en lo que
concierne a mis hermanas.
Tess corre delante de mí en dirección a la rosaleda, nuestro santuario,
nuestro único lugar seguro. Sus zapatos resbalan sobre los adoquines, y la
capucha de su capa gris se desliza para desvelar unos rizos rubios. Me vuelvo
hacia la casa. El reglamento de los Hermanos prohíbe a las chicas salir de casa
sin capa, y no está bien visto que una señorita corra. No obstante, los altos
setos impiden que podamos ser vistas desde la casa. Tess está a salvo.
Por el momento.
Me espera dando puntapiés a las hojas caídas de un arce.
—Detesto el otoño —protesta, mordiéndose el labio con sus dientes
perlinos—. Es tremendamente triste.
—A mí me gusta. —El aire fresco de septiembre, los cielos intensamente azules,
la mezcla de naranjas, rojos y dorados, me llenan de energía. Si de la
Hermandad dependiera, probablemente se prohibiría el otoño. Es demasiado bello.
Demasiado sensual.
Tess señala las clemátides que trepan por el enrejado. Tienen los pétalos
marrones y frágiles, y las fatigadas cabezas inclinadas hacia el suelo.
—¿Lo ves? Todo agoniza —asegura con tristeza.
Me
percato de sus intenciones un segundo antes de que actúe
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